P. Dávila (Le Crucificaron)


LE CRUCIFICARON

La Cruz era un suplicio humillante.
Los reos, los que habían cometido crímenes horrendos
debían pagar en este suplicio el precio de su culpa.
No lo conocían los judíos.
La Palestina estaba bajo la dominación romana cuando el Señor fue crucificado.
Los romanos habían reservado este suplicio a los criminales extranjeros.
Un ciudadano romano estaba exento de este suplicio
y era condenado a la espada del verdugo.
El día de hoy, el peregrino puede detenerse
sobre aquel mismo lugar en el cual Jesús fue levantado en alto.
El misterio de la Cruz consumado en la pequeña colina del Calvario,
se hace vivo, real, patente, como hace dos mil años, cuando se abren los ojos de la fe,
allí, en aquel sitio saturado por la presencia de Cristo crucificado (Mt. 37,35)
y muerto en la cruz.
Cuando Caín descargó el garrote en la cabeza de su hermano Abel, recordó el Señor al fratricida:
“La voz de la sangre de tu hermano, está clamando a mí desde la tierra” (Gen. 4,9)
La voz de este nuevo Abel, de Cristo inocente, siempre está clamando desde la tierra.
Pero este clamor no es de odio, de venganza,
de menosprecio, de retaliación, de castigo.
Es el clamor del Hijo al Padre por sus hermanos.
Es la voz que clama por el perdón de la raza pecadora.
Le crucificó su propio pueblo. Vino a los suyos y ellos no le comprendieron.
Brilló la luz en la lóbrega noche del pecado y las tinieblas se volvieron más densas.
Allí le crucifiqué yo, le crucificaste tú, le crucificaron todos los hombres.
Porque todos pecamos.
Nuestro pecado es el autor de esta crucifixión.
Él no pecó, pecamos nosotros.
Él no delinquió, delinquimos nosotros.
Él no fue culpable, lo somos nosotros.
Él se hizo víctima, Él cargó con el peso de los pecados de todos los mortales.
Se hizo pecador en cada pecador.
Su muerte fue un hecho público. Presenció la Ciudad de Jerusalén. Presenció todo el pueblo judío congregado en Jerusalén
con motivo del día de la Pascua.
Presenció la humanidad toda en esos testigos, jueces y culpables. Por otra parte, su muerte fue voluntaria. Murió porque quiso morir. Murió para dar cumplimiento al divino decreto que pedía la expiación del pecado.
Murió para obedecer la voluntad del Padre.
Murió para restaurar no sólo la naturaleza humana,
sino toda la naturaleza visible e invisible.
Murió para lavar todos los pecados del mundo.
Murió para que nosotros viviéramos.
Murió para hacernos herederos de la gloria inmortal.
Murió en la cruz con los brazos abiertos para invitarnos al abrazo de reconciliación.
¡Qué gran don, qué responsabilidad de parte nuestra!



 

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